A continuación, un pequeño relato basado en la genial saga Dominadores de Almas, de Mélani Garzón Sousa.
El Alma del Vein
Había tenido una mañana
desastrosa. Aún no me lo podía creer, temblaba por lo sucedido. Estaba
dirigiendo al trabajo, como cada día, cuando un hombre se cruzó en mi camino.
No pude desviar el coche y lo terminé atropellando, inevitablemente. Recordaba
el impacto con tanta intensidad como si hubiese sido yo el que le embistió
directamente, hasta noté un escalofrío recorriendo mi cuerpo. Salí a
socorrerle, mientras avisaba a los servicios de urgencias, pero ya era tarde
para él. Las siguientes horas corrieron en una amalgama de sirenas, técnicos
retirando el cuerpo, policías interrogándome y finalmente pude volver a mi casa
en taxi, ya que el vehículo accidentado había sido retirado por una grúa. Abrí
la puerta de mi casa, con una sensación de jaqueca atenazándome. Una jaqueca
que había comenzado como una ligera molestia, horas atrás. Me vendrá bien
descansar un poco. Dejé las llaves sobre el recibidor, mientras anunciaba a mi
familia mi prematuro regreso.
-Cariño, estoy en casa.
-¿Y eso, amor? ¿Cómo es
que has llegado tan pronto?- Preguntó con extrañeza mi mujer, saliendo al
pasillo.
-Ni te creerías lo que
me ha pasado...- Comencé a explicarle, cortándome en seco al ver venir a
nuestra sonriente hija a saludarme.
Todo mi cuerpo se puso
en tensión de forma automática. Empecé a respirar muy fuerte, mientras sentía
como mi cerebro se embotaba. "Mátala", me susurraba una angelical voz
interior, "Acaba con esa aberración que no debería existir". Una
alarma se me disparó. ¿Cómo demonios podía estar pensando en serio en matar a
mi hija? ¿Es qué acaso estaba loco? "No, no, pequeño", desmintió con
dulzura, "Es un monstruo disfrazado, un peligro para el mundo. Tú solo
déjate llevar y todo habrá acabado pronto". Intenté resistirme, pero mi
cuerpo no me respondía. Jadeé con fuerza, sofocado. Me sentía como si estuviera
en pleno desierto, aunque no sudaba. Tanto mi hija como mi esposa me miraban
aterrorizadas.
-Amor..., ¿qué te
ocurre? ¿Estás bien?
Una neblina roja
enturbió mi visión, mientras me abalancé sobre mi pequeña. ¡Huye! Quise gritar
eso, pero en su lugar oí un rugido más propio de un animal que de una persona
surgir de mi garganta. Mi cuerpo era como una marioneta que yo no podía
manejar. Todo a partir de ese momento me pareció un sueño. Era como si viese
sin ver realmente. Como si estuviese dormido estando despierto. Fugaces
imágenes penetraban mi subconsciente. Mi mujer interponiéndose entre mi hija y
yo. Ella desplomada contra la pared, con el cuello roto. Mi niña corriendo, con
el terror pintado en sus inocentes ojos. El reflejo en el espejo del pasillo de
un monstruo de piel rojiza, venas hinchadas, temibles ojos carmesí y
desencajado rostro persiguiendo a mi niña. Ella sacando unas pequeñas alas
blancas, como un verdadero ángel, tratando de desvanecerse de mi vista. Un
fuerte tirón de una mano, que más se asemejaba a una garra, haciéndola caer al
suelo.
-Papá... Por favor...-
Oí un trémulo sonido, suplicante.
A duras penas pude
imponerme un momento a la ensoñación. Lo suficiente para verme sobre mi hija,
con mis manos encarnadas marcadas por gruesas venas rodeando su pálido cuello.
Horrorizado, traté de separarlas, mas en vano. Temblaba ostensiblemente,
tratando de luchar con ese instinto asesino que me invadía. La presión en mi
cabeza se hizo más fuerte, y la antaño amable sugerencia se tornó en una dura e
incuestionable orden. "Mátala". Me volví a sumergir en esa extraña semiinconsciencia,
sintiendo como alzaba la cabeza de mi hija del suelo unos centímetros. Lo
último que recuerdo antes de desconectarme por completo fue un sonoro crujido.
Parpadeé. Mi cuerpo me
respondía de forma normal, como siempre. Antes de poder preguntarme si todo
había sido un mal sueño o no me encontré ante un horror que hizo que mis ojos
se desorbitasen. Debajo de mí se encontraba mi niña. Con la cabeza abierta,
mientras un torrente de su esencia vital se vertía por el suelo. Mi labio
temblaba ostentosamente, mientras las lágrimas se derramaban caudalosamente por
mis mejillas, uniéndose al lago carmesí que se había formado. La alcé,
mojándome por completo del cálido y pegajoso líquido, estrechándola contra mí.
-Mi...Mi...Mi
pequeña...- Lloraba amargamente.
¿Cómo había sido capaz
de hacerle eso a ella? A mi vida, la razón de mi existencia. Lo más importante
para mí había desaparecido. Y lo peor es que era yo el que había segado su
existencia. "Buen trabajo", me susurró la tan odiada voz, recobrando
su dulzura. juraría que había un deje burlón en sus palabras.
-¿Por qué me..., has
hecho hacer esto?
Pero nadie me respondió.
A lo mejor me había vuelto loco. Si no fuera porque estaba allí, sujetando el
cadáver de mi propia sangre, pensaría que había sido obra de otro. Pero ese
sueño irreal que había tenido se había materializado como la peor de mis
pesadillas. Lloré hasta que me dolieron los ojos, con el corazón martilleando
mi pecho a un ritmo desenfrenado, pero sin soltarla. Ese día, a esa hora mi
alma desapareció para siempre, diluida en la roja oscuridad de un mal que se
había apoderado de mí, esclavizándome para sus perversos propósitos. Un mal de
engañosos ojos violetas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario