Desplegué mis majestuosas
alas en la nocturna inmensidad. Cruzaba con libertad el espacio entre la
centenaria foresta, dominando el aire. Una vida diferente bullía a mi
alrededor, más vistosa que durante el día. Agrupaciones de pequeñas luces
inundaban el ambiente, cual estrellas caídas, mientras profundos cantos
resonaban contra el techo verde oscuro de mi mundo. Pude ver a varias criaturas
acorazadas alimentándose de hojas, lo cual me produjo curiosidad. Yo no sentía
la misma necesidad que ellos, y aunque así hubiera sido, no habría podido realizarlo,
pues carecía de boca. Pero eso no importaba. Me encontraba pletórico, rebosante
de energía. Un dulce aroma captó mi atención. Agité mis plumosas antenas con
nerviosismo, buscando el origen del rastro. Era una sensación diferente al
hambre. Despertaba en mi una sensación cálida, un impulso relampagueante que me
aceleraba. Seguí el embriagador perfume hasta que la encontré. Era el ser más
hermoso del mundo. Su gran cuerpo resultaba de lo más atractivo, y sus
estilizadas antenas se movían con un aire seductor. Bailé alrededor suyo,
insinuante. Bailamos al son de nuestros latidos, casi rozándonos, deseándonos.
No hacían falta palabras, dejábamos hablar a nuestros cuerpos. El deseo me
consumía, no había nada que quisiera más en el mundo que este maravilloso
ángel. Nuestra danza terminó en un árbol cercano, donde nos unimos al fin. Para
mí, fue el punto álgido de mi vida. La felicidad me embargaba, como una cálida
onda que se propagaba por mi ser. Yacimos juntos durante horas, hasta que la
luz del sol comenzó a colarse entre las prietas hojas de la bóveda arbórea. Nos
separamos, casi a regañadientes. La acaricié con mis antenas antes de emprender
el vuelo. Mi necesidad había pasado, pero el recuerdo permanecería eternamente.
Jamás olvidaría esa noche ni a ella. Aquella que cargaba con la suerte de mi
futuro.