jueves, 26 de febrero de 2015

Crónicas de la Pequeña Jungla VII

Desplegué mis majestuosas alas en la nocturna inmensidad. Cruzaba con libertad el espacio entre la centenaria foresta, dominando el aire. Una vida diferente bullía a mi alrededor, más vistosa que durante el día. Agrupaciones de pequeñas luces inundaban el ambiente, cual estrellas caídas, mientras profundos cantos resonaban contra el techo verde oscuro de mi mundo. Pude ver a varias criaturas acorazadas alimentándose de hojas, lo cual me produjo curiosidad. Yo no sentía la misma necesidad que ellos, y aunque así hubiera sido, no habría podido realizarlo, pues carecía de boca. Pero eso no importaba. Me encontraba pletórico, rebosante de energía. Un dulce aroma captó mi atención. Agité mis plumosas antenas con nerviosismo, buscando el origen del rastro. Era una sensación diferente al hambre. Despertaba en mi una sensación cálida, un impulso relampagueante que me aceleraba. Seguí el embriagador perfume hasta que la encontré. Era el ser más hermoso del mundo. Su gran cuerpo resultaba de lo más atractivo, y sus estilizadas antenas se movían con un aire seductor. Bailé alrededor suyo, insinuante. Bailamos al son de nuestros latidos, casi rozándonos, deseándonos. No hacían falta palabras, dejábamos hablar a nuestros cuerpos. El deseo me consumía, no había nada que quisiera más en el mundo que este maravilloso ángel. Nuestra danza terminó en un árbol cercano, donde nos unimos al fin. Para mí, fue el punto álgido de mi vida. La felicidad me embargaba, como una cálida onda que se propagaba por mi ser. Yacimos juntos durante horas, hasta que la luz del sol comenzó a colarse entre las prietas hojas de la bóveda arbórea. Nos separamos, casi a regañadientes. La acaricié con mis antenas antes de emprender el vuelo. Mi necesidad había pasado, pero el recuerdo permanecería eternamente. Jamás olvidaría esa noche ni a ella. Aquella que cargaba con la suerte de mi futuro.