Salí, empapado, a
través de la crujiente capa marrón, desmoronándola a mi paso. Me arrastre con
esfuerzo, topando con una firme corteza a la que me sujeté. Estaba algo
desorientado, así que procuraba no moverme mucho, esperando que mi cabeza se
despejase. Bajo el tibio abrazo del sol, la pegajosa sustancia que me recubría
desaparecía. Cargaba con dos enormes protuberancias a mi espalda. A medida que
pasaba el tiempo, conseguí que se fueran desplegando gradualmente, aligerando
la presión. Con cada minuto que pasaba me sentía más fuerte, más vigoroso. Con
decisión terminé de desplegar lo que resultaron ser unas majestuosas alas. Las
agité con vigor, mas permanecí asentado, puesto que el exceso de claridad me
molestaba. Me acerqué con parsimonia hasta la parte baja de una rama, dispuesto
a descansar hasta que fuera más propicio desplazarme. Las arenas del tiempo
continuaban su inexorable avance mientras yo seguía aletargado, preguntándome
cual sería la misión de mi vida. La esfera ardiente siguió su curso, alargando
las sombras a medida que se desvanecía por el horizonte. Mientras mayor era la
oscuridad, más vivo me sentía. Todo cobraba un nuevo sentir para mí. Ante mis
enormes ojos se abrieron innumerables detalles, que antes me pasaban inadvertidos
por la cegadora luz. Batí mis alas varias veces, torpemente al principio, pero con
más rapidez a cada instante que pasaba. Me lancé al vacío, respondiendo a la llamada de la
noche.
viernes, 30 de enero de 2015
jueves, 15 de enero de 2015
Crónicas de la Pequeña Jungla V
Casi no podía moverme
de lo inflado que estaba. Muchos soles y lunas se sucedieron mientras trataba
en balde de calmar mi feroz apetito. Me había convertido en un plácido gigante
de un mundo diminuto, lento pero implacable. Incluso los depredadores se lo
pensaban dos veces antes de atacarme. Hacía poco una terrible bestia alada, de
afilado pico y certeras garras se interpuso en mi camino, sin duda con la
intención de darse un festín. Aterrorizado, blandí mis espinas, agitándolas
contra la criatura. Supongo que consideró que no valía la pena la posibilidad
de ser envenenado, así que desapareció entre el follaje con celeridad. Tan
cerca de la muerte, tantas veces... Supongo que uno podría considerarse
afortunado. Notaba mi cuerpo pesado por un cansancio que no había sentido
antes. Con cada paso que daba sentía que mi mente se sumergía más en las brumas
de la inconsciencia. A duras penas lograba mantener una conexión con la
realidad que me rodeaba. Envolví mi orondo cuerpo con las verdes hojas que
hasta ahora me habían servido de sustento, confiando en que me brindaran protección.
Mi cuerpo se volvió rígido y duro cual corteza, convirtiéndose en una prisión.
Las luces se apagaron para mí, dejándome ciego e ignorante de mi entorno.
Vagaba entre el sueño y la vigilia, pisando la delgada línea que nunca
terminaba de inclinarse hacia uno de los lagos. Sentía como mi interior se
disolvía y agitaba, de una forma muy ostentosa. No era doloroso, pero sin duda
no era un agradable día masticando hojas. Nunca podía descansar del todo, ni
despertarme para poder seguir con mi vida. Vivía un limbo que empezaba a ser
una tortura para la mente. En cierto momento, los cambios remitieron. Fue entonces
cuando la chispa que me hacía ser yo se apagó.
Lo primero que recuerdo
es la oscuridad. Sentirme aprisionado en un espacio que no era para mí. No
entendía como había llegado allí, pero tenía clara una cosa. Debía escapar.
Golpeé con fuerza y, para mi sorpresa, la pared cedió. Conseguí abrirme paso,
tan solo para encontrar una segunda pared. Lejos de desesperarme, la embestí.
Se quebró ante mi voluntad, permitiéndome, por primera vez en mi vida, ver la
hermosa luz de la existencia.
jueves, 8 de enero de 2015
Crónicas de la Pequeña Jungla IV
Me encontraba
acurrucado bajo el envés de la descomunal hoja, junto a mis hermanos,
terminando de pasar la noche. Las primeras luces del día se abrían paso
costosamente a través de la foresta. Aletargado, remoloneaba, agitando
levemente mi rechoncho cuerpo, mientras me iba calentando. Al poco, me
desperecé, agitando las espinas que me cubrían. Ante la expectativa de otra
agradable jornada de alimentación, aceleré el paso, buscando un sitio
privilegiado donde comenzar. Cada vez desaparecían antes las hojas, y ya no
éramos tan diminutos, una pequeña horda devoradora. Por suerte el suministro
alimenticio parecía no tener fin, pues los esmeraldinos tesoros de los que nos
proveía el árbol se extendían más allá de donde alcanzaba la vista. Bajé de la
carcomida carcasa, dispuesto a centrarme en mi siguiente aperitivo cuando algo
extraño llamó mi atención. Unas grandes manchas negras se aproximaban raudas
por la rama. Terribles criaturas de fríos ojos, armadas con afiladas fauces y
una armadura como la obsidiana que emitía destellos al ser expuesta de forma
casual a los rayos vespertinos. Se dispersaron por doquier y, ante mi horror,
vi como se abalanzaban contra mis hermanos. No importaba que fueran más
grandes, ya que los ejecutaban con precisión marcial, en pequeños y eficientes
grupos. La oleada no cesaba, aquella horda parecía tener un ansia mayor que la
nuestra. Logré atisbar como los cadáveres de los míos eran arrastrados por la
mortal marea, antes de que otros llegasen ante mí. Chasqueaban sus mandíbulas
con anticipación, agitando nerviosamente sus antenas. El instinto de
alimentarme fue rápidamente reemplazado por el de auto conservación. ¿Pero cómo
podía evitar a unas criaturas tan veloces, siendo tan torpe? No tenía tiempo
para pensar. Casi los tenía encima, e imaginaba con demasiada claridad como sus
letales piezas bucales hendirían mi piel; una idea que pronto sería una acción
inevitable. Salté. Con un poderoso impulso me precipité al vacío. Fui dando
tumbos lo que pareció una eternidad, chocando contra la áspera superficie del
árbol. Por suerte mi cuerpo podía resistirlo. Cuando aterricé en la alfombrada
hojarasca me puse en alerta de inmediato, pero no parecía que hubiera más de
esos crueles asesinos cerca. Me apresuré a avanzar, alejándome lo máximo
posible de la zona. Caminé hasta el atardecer. Con la caída de la noche busqué
refugio en una planta cercana. Me acurruqué en el envés de una hoja,
completamente solo. No había visto a ninguno de mis hermanos en mi huida,
podría ser incluso el último de mi camada. No había estado excesivamente unido
a ellos, pero no podía evitar que me embargara un sentimiento de tristeza. Me
hice un ovillo en la oscuridad, ahogándome en la primera de las muchas noches
de soledad que me aguardaban.
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