Caminaba sin pausa,
junto a la mayoría de mis hermanos. Había una comunicación no verbal entre
nosotros. Nos seguíamos los unos a los otros, aunque no buscábamos
explícitamente la compañía. El ascenso era largo y trabajoso, pero no
desfallecía. Ese algo que me impelía a subir me decía que valía la pena.
Alcancé pronto una rama baja, descubriendo su apetecible tesoro. Verdes y
jugosas hojas brotaban por doquier. Ante tal visión, una aguda hambre se
apoderó de mí. Antes solo había sentido un pequeño cosquilleo, pero ya era
incapaz de controlarla. Me acerqué todo lo deprisa que mi rechoncho cuerpo me
permitía, y agarré uno de los bordes con mis diminutas patas. Di un bocado,
paladeando el fresco manjar, saboreando la crujiente pero flexible textura, que
guardaba la deliciosa savia. Un mordisco seguía a otro, de forma automática. No
importaba cuanto comiese, el hambre parecía no tener fin. Cerca, mis hermanos
se habían unido al banquete. Entre cuatro acabamos rápidamente con una hoja, y
nos dirigimos a la siguiente. Con cada hoja consumida parecía que me iba
llenando más, pero no tanto como para desear parar. Mi instinto me impelía a
continuar, no había nada más importante en este mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario