La espada hendió el aire en el
lugar que antes ocupaba él. Si la mafia se molestaba en enviar a semejante
asesino la cosa era preocupante. El joven de aspecto inofensivo miró al hombre
que tenía ante sí. Imperturbable, fornido, vestido de negro y con oscuras gafas
era la imagen de la mismísima Muerte. Empuñaba la katana con elegancia,
mientras se aproximaba a su objetivo. El chico reculó y echó a correr. No podía
ganar en un cuerpo a cuerpo con ese tío. Tenía que pensar en otra cosa. Dobló
la esquina con rapidez. El hombre sonrió con desprecio. Ni se molestó en
correr, sabía que era un callejón sin salida. Al asomarse su semblante cambió.
No había nadie allí. Pero era imposible que hubiese escapado, y no había ningún
lugar donde esconderse. Entonces sintió algo frío en la nuca. Un estruendo y la
eterna oscuridad. Cayó pesadamente al suelo. El muchacho guardó su pistola y
sonrió. Al fin y al cabo no era conocido como el “Demonio Acechador” por nada.
Con la misma rapidez con la que había aparecido, se esfumó, sin que el más leve
rastro de su presencia delatase que había estado allí.
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